martes, 23 de agosto de 2011


Tampoco creo que yo que sea tan parecida la crisis de hoy a la de 1929. Voy a dar otra visión que coincide en definitiva con la de Carlos, y no con la del libro que has mencionado. Con la autoridad que me da el haber sido casi testigo presencial de la crisis de 1929. La verdad es que algunas ventajas debía tener la vejez.

Yo en 1929 tenía doce años. Naturalmente no puedo hablar con conocimiento completo de la crisis de aquel entonces. Pero es que la crisis duró hasta 1933 o 1934, y tuvo otras consecuencias. Recuerdo perfectamente las fotografías de los parados norteamericanos. Los hombres con sus platillos para conseguir unas habichuelas y comer. Yo vivía la preocupación que había entonces por aquellos problemas. Todo esto —ya lo sé— no me da autoridad. Pero lo que he leído, y lo que he vivido después, me da alguna. La experiencia vital no se sustituye fácilmente por los libros.

Haré un diagnóstico contrastado de las dos crisis. La gran diferencia entre una y otra es que la de 1929 —que por cierto no empezó en Estados Unidos, sino que empezó en Austria: lo primero que cayó fue una institución austriaca, y de allí se propagó a un banco norteamericano, y ésa fue la gota de agua que desbordó las cosas, aunque esto hoy sea anecdótico— para mí fue una crisis de euforia, una crisis de juventud, propia de un país joven, una crisis de entusiasmo como el que se vivía en aquel entonces. Mientras que la crisis de ahora es una crisis de la vejez, de la decrepitud y del miedo. Trataré de justificar esto.

Quisiera hacerles vivir un poco lo que sí viví entonces, que fueron los felices años veinte. Los felices años veinte, un espíritu, una manera de vivir en Europa —incluso en la Europa medio destruida por la guerra—, de admiración hacia Estados Unidos. De Estados Unidos venía una idea de juventud, de ímpetu, de ir a por todas, de ganarlo todo fácilmente. Nosotros los chiquillos jugábamos a los vaqueros, y jugábamos con admiración. Entre las chicas se pusieron de moda los gorritos blancos de los marines norteamericanos, ésos que parecen una sopera puesta para arriba. Los llevaba todo el mundo. Y el jazz, y el charleston, y los negros, y Joséphine Baker en París.

Todo ello era una especie de irradiación tremenda de un país que acababa de sentirse ganador de una guerra, que acababa de sentir que entraba en el mundo al mismo tiempo que, claro, no entraba, porque, a pesar de que la Sociedad de Naciones fue una inspiración wilsoniana, norteamericana, luego Estados Unidos se automarginó de ella. Pero fue una explosión, una seguridad de que podían hacer lo que querían, porque el mundo era suyo. Y los cronistas de la época cuentan que, una vez verificada la crisis, si es verdad que hubo algún banquero que se tiró por un balcón y se suicidó, también es verdad que en aquel tiempo hasta los botones de los bancos compraban acciones. Se enteraban de que tal compañía convenía, y se compraba y se vendía alegremente, creyendo que todo podía ocurrir y que no pasaba nada. Era una crisis de eso, de inconsciencia, de inconsciencia adolescente.

Ahora estamos ante la crisis de un sistema que se siente amenazado. Porque el país más fuerte del mundo, el país que tiene el ejército más poderoso de todos, el país que se cree el emperador del mundo, tiene miedo. La gente en Estados Unidos tiene miedo. Todo les preocupa. La prueba es que renuncian a la libertad a cambio de que se les prometa seguridad, que además nadie les garantiza. Están dispuestos a ceder lo que sea con tal de conseguir seguridad.

Trataré de justificar esta tarde esta visión, porque es la que nos ilustra sobre el fondo profundo de la cuestión. Sobre lo que ha pasado desde 1929 hasta ahora. Casi un siglo, pero un siglo definitivo, un siglo importantísimo. Eso me parece fundamental. Luego podremos entrar en los detalles, pero a mí esto me parece que hay que verlo desde esta perspectiva. Si no comprendemos el momento histórico en que se encuentra la parábola de la vida del sistema capitalista occidental no comprenderemos nada. Creeremos que la crisis es algo que se puede arreglar. Y, efectivamente, la crisis se reparará: se le pondrán algunos parches y se arreglarán algunas cosas. Por cierto, noten ustedes con qué facilidad ha surgido dinero de debajo de las piedras, cientos de miles de millones, para ayudar a los bancos culpables del problema. Si se hubiera pedido para curar el SIDA en África o para educación no hubiera salido un millón de pesetas ni siquiera con treinta comités internacionales. Eso demuestra en qué situación del ciclo vital —porque las sociedades tienen su ciclo vital, y nacen, crecen y se hunden— estamos para comprender la transcendencia de la crisis.

Carlos Taibo. Llevas razón —creo—, desafortunadamente, en todo lo que has dicho. Si no estoy equivocado, la suma que el gobierno norteamericano ha asignado para rescatar a esas instituciones financieras es el doble de lo que el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo se proponía recaudar en diez años para encarar la resolución de los problemas más graves en materia de sanidad, educación, alimentación y agua. Subrayo: lo que el PNUD se proponía recaudar en diez años.

Creo que tiene sentido que reflexionemos sobre cuál es el significado de fondo de las políticas que el gobierno norteamericano y los gobiernos de los Estados miembros de la Unión Europea han desplegado en las últimas semanas. Alguien podría pensar que esos gobiernos están preocupados por los empleados de esas instituciones financieras; más aún, por quienes hace años contrataron esas hipotecas-basura. Me temo que quien así lo haga está muy equivocado. A nuestros gobiernos les preocupa la solvencia de los bancos como empresas, y poco o nada más. Esto me induce a pensar que una vez que esas instituciones estén saneadas, dentro de dos o tres años, volverán literalmente a las andadas. Y al respecto me permito proponerles una materia de reflexión que creo que apunta directamente a esa conclusión: no tengo conocimiento de que ni uno solo de los ejecutivos de esas instituciones financieras norteamericanas que han estado al borde de la quiebra haya sido encausado por un juez y corra algún riesgo de acabar en una cárcel. Esto, por sí solo, es un estímulo poderosísimo para que esas gentes vuelvan a hacer exactamente lo que han hecho los últimos años.

Sólo hay algo —me parece— que nos reconforta a muchos en el espectáculo que hemos tenido la oportunidad de observar las últimas semanas. Llevábamos años diciendo que esto iba a suceder. Llevábamos años subrayando que esta apuesta inmoderada que es la globalización capitalista en provecho de la gestación de un paraíso fiscal de escala planetaria —que debe permitir que los capitales, y sólo los capitales, se muevan a sus anchas en todo el globo, arrinconando a los poderes políticos y desentendiéndose por completo de cualquier consideración de cariz humano, social o medioambiental— tenía por fuerza que conducir a un caos de escala general en el que ahora estamos inmersos de manera visible. Creo que a estas alturas ya no tendremos que soportar que digan lo que han dicho tantos durante tantos años: que estábamos equivocados y que permanecíamos ciegos ante las bondades intrínsecas del modelo del capitalismo global.

José Luis Sampedro. Estoy completamente de acuerdo contigo. Por ejemplo, a mí se me ocurre que se podría hacer una investigación sobre algunos, al menos, de los banqueros que han tomado esas decisiones. No diré que los fusilen, verdad, pero, por ejemplo, no estaría mal inhabilitarlos durante cinco o diez años para el ejercicio de cargos. Porque, si no, estos señores se van y dentro de tres años fundan otro banco. Muchos han perdido dinero, desde luego. Más bien han dejado de ganarlo. Pero, de todas maneras, cuando quieran, vuelven a lo mismo, como dices tú muy bien. El sistema está para eso.

Les voy a contar una anécdota rigurosamente cierta. Cuando en España se implantó hace cincuenta años el plan de estabilización —algunos lo recordarán—, ocurrió que en un año determinado, creo que fue en 1957, bajó la renta nacional, esto es, España produjo un poco menos, lo que no impidió que los bancos ganasen un poco más. Es lo que está pasando ahora: ustedes verán que los bancos, a pesar de la crisis, siguen ganando. Se le hizo entonces una entrevista a un banquero importante en aquellos años, don Pablo Garnica, que era del Banco Español de Crédito, y el periodista le dijo: "Pero bueno, don Pablo, ¿cómo es posible que cuando el país produce menos los bancos, en cambio, ganen más?". Don Pablo Garnica, con la verdad más honesta, respondió candorosamente: "No lo hemos podido evitar". Esto es rigurosamente histórico: "No lo hemos podido evitar".

¿Por qué no pudieron evitarlo?: porque el sistema está para que gane la banca, como en las ruletas de los casinos. El sistema es para eso. ¿Qué quiere decir capitalismo? Que es del capital: pues que gane el capital. Pero volvamos a lo de la patente de corso de la que disfrutan estos señores, que permitirá que no les pase nada. En cambio, si un pobre alcalde, queriendo arreglar algo, se pasa un poco de listo, lo embaúlan.

Pero también yo quiero decir algo de cómo durante años se han estado metiendo con quienes pensábamos de otra manera. Los neoliberales decían que éramos unos atrasados y que la libertad es la solución, la libertad del mercado. Bueno, pues no me duelen prendas. Yo publiqué en 2003 —ya que tengo el micrófono voy a hacer publicidad— un libro que se llama El mercado y la globalización, y allí está explicado todo eso. Y lo pueden entender hasta los ministros, si hace falta, ¿verdad? Esta clarísimo: el mercado es indispensable, naturalmente, para cualquier civilización adelantada, porque tenemos que hacer intercambios y el mercado es un centro de distribución. Lo que no es de ninguna manera es un repartidor justo de los bienes. Tampoco es un consejero excelente en materia de inversión: no sirve para decirnos en qué debemos meter dinero hoy para producir beneficios dentro de un año. Porque al mercado lo único que le interesa es la ganancia. Y se dice: sí, pero consigue igualar siempre la oferta y la demanda. Los compradores y los vendedores llega un momento en que se ponen de acuerdo, coinciden en un precio y se ajustan las curvas, como dicen los expertos. Sí, muy bien, pero a lo mejor se ajustan a un precio tal, como se ha dicho más de una vez, que los pobres no pueden comprar la leche a ese precio mientras los ricos la pueden comprar tranquilamente para sus gatos, en tanto los otros no la pueden comprar para sus hijos.

De modo que el mercado no puede servir de defensa para nada. Y además no es la libertad. Hay un economista, Milton Friedman, que recibió el premio Nobel y que publicó un libro titulado La libertad de elegir. Y la libertad de elegir era el mercado. Bueno: pues vaya usted al mercado sin dinero en el bolsillo y vamos a ver qué elige usted. Esto quiere decir que la libertad la da el dinero que usted lleva, y no el mercado.

De modo que tenemos que defendernos frente a esos neos que lo que hacen es justificar los deseos de los ricos. Otro economista famoso —que por cierto murió, como Friedman, en 2006— fue Galbraith, quien explicó en uno de sus libros que casi todo lo que han escrito los economistas, la mayoría de ellos, en los últimos decenios —escribía esto en la década de 1990— ha sido justamente lo que los ricos querían que se dijera, porque les favorecía. Toda la teoría de los neoliberales es simplemente esto.

Y termino con unas palabras sobre la libertad, de la mano de otra anécdota. Uso las anécdotas porque ayudan fácilmente a comprender. Siempre hay que preguntar: la libertad, ¿para quién? Porque la libertad no es lo mismo para unos que para otros. Un banquero, otra vez un banquero, norteamericano de principios del siglo XX, el banquero Morgan llamó un día al director de su gabinete jurídico y le explicó que quería hacer una operación para quedarse con otro banco, por las buenas o por las malas, y que quería saber qué tenía que hacer. El abogado estudió cuidadosamente la cuestión y regresó para decirle que las leyes impedían realizar esa operación. Morgan le respondió —fíjense en la frase—: "Oiga, yo no le pago a usted para que me diga lo que puedo o no puedo hacer. Le pago a usted para que me diga cómo puedo hacer lo que quiero hacer". ¿Se dan cuenta de lo que era la libertad para el señor Morgan? En manos del poderoso, la libertad sirve para hacer lo que le dé la gana con los demás. Para poder imponer su voluntad a los demás. Mientras que para el pobre desgraciado la libertad consiste simplemente en que le dejen vivir su propia vida sin reventar a nadie. Es la gran diferencia.

De modo que cuando se habla de libertad conviene recordar que el mercado es libre para el poderoso. Para el que no tiene un duro, no es libre porque no es. Digo esto un poco en desahogo frente a lo que hemos tenido que escuchar de los furibundos, que seguirán pensando lo mismo. Ayer o anteayer aparecía en un periódico un artículo de un diputado del Partido Popular por Cantabria que justificaba todavía la libertad absoluta del mercado. Porque sin éste —decía— no se puede vivir. Pues ahí tiene usted las consecuencias, aunque seguirán haciendo lo mismo. Lo que justifica la esperanza de personas como tú y como yo es que cada vez les será más difícil hacerlo, por las razones que has apuntado al principio. Porque existen otras crisis, porque existen otros condicionamientos y porque existe otra situación internacional. No porque comprendan que no tienen razón y que no deben hacer lo que pueden hacer. No, sino porque no van a poder hacerlo. Sencillamente.


En la literatura sobre el decrecimiento —de esto al fin y al cabo estoy hablando— hay una anécdota, omnipresente, que voy a intentar rescatar porque creo que da en el clavo de muchas de las miserias de nuestras percepciones. Una de las versiones de esa anécdota se halla ambientada en un pueblo de la costa mexicana. Un paisano está, medio adormecido, junto al mar. Un turista norteamericano se le acerca y entablan conversación.

El turista le pregunta:

—"Y usted, ¿a qué se dedica? ¿En qué trabaja?".

El mexicano responde:

—" Soy pescador".

—"¡Vaya, pues debe ser un trabajo muy duro! Trabajará usted muchas horas".

—"Sí, muchas horas", replica el mexicano.

—"¿Cuántas horas trabaja usted al día?".

—"Bueno, trabajo tres o cuatro horitas".

—"Pues no me parece que sean muchas. ¿Y qué hace usted el resto del tiempo?".

—"Vaya. Me levanto tarde. Trabajo tres o cuatro horitas, juego un rato con mis hijos, duermo la siesta con mi mujer y luego, al atardecer, salgo con los amigos a tomar unas cervezas y a tocar la guitarra".

El turista norteamericano reacciona inmediatamente de forma airada y responde:

—"Pero hombre, ¿cómo es usted así?".

—"¿Qué quiere decir?".

—"¿Por qué no trabaja usted más horas?".

—"¿Y para qué?", responde el mexicano.

—"Porque así al cabo de un par de años podría comprar un barco más grande".

—"¿Y para qué?".

—"Porque un tiempo después podría montar una factoría en este pueblo".

—"¿Y para qué?".

—"Porque luego podría abrir una oficina en el distrito federal".

—"¿Y para qué?".

—"Porque más adelante montaría delegaciones en Estados Unidos y en Europa".

—"¿Y para qué?".

—"Porque las acciones de su empresa cotizarían en bolsa y usted se haría inmensamente rico".

—"¿Y para qué?".

—"Pues para poder jubilarse tranquilamente, venir aquí, levantarse tarde, jugar un rato con sus nietos, dormir la siesta con su mujer y salir al atardecer a tomarse unas cervezas y a tocar la guitarra con los amigos".

José Luis Sampedro. Como soy más viejo puedo decirte que eso está contado por John dos Passos en Rocinante vuelve al camino. Es exactamente la misma historia con unos arrieros que van con unos mulos por la provincia de Granada. Quiero sumarme a la defensa del decrecimiento. La idea misma de desarrollo económico es una degeneración que forma parte del ciclo vital de Occidente. La degeneración de las ilusiones de la razón a partir de los siglos XV y XVI, que es cuando nace Europa. Si en el siglo XV están los humanistas —no voy a hablar ahora de ello—, el siglo XVI es el de la razón y el XVIII es el de las Luces y la Ilustración. En el XIX de lo que se habla es de progreso, palabra que tiene un sentido más material que el mundo de la Ilustración y las Luces. Pero eso del desarrollo se refiere casi exclusivamente a la economía. El progreso es un visión que apunta al perfeccionamiento general del ser humano: progreso es mucho más que crecimiento. Mientras el progreso es más conocimiento, más sensibilidad, más arte, más ciencia, el desarrollo se acaba quedando en puro desarrollo económico. ¿Por qué? Porque es lo que interesa en una civilización cuyo Dios es el dinero y que ha hecho —como decía Marx, y en eso tenía razón— de todo una mercancía. Y eso nos lleva a poner de manifiesto que efectivamente el proceso actual consiste en tratar de conseguir más y más de la productividad, todo esto que ha citado Carlos.

Aunque ahora la palabra innovación es casi más importante que la palabra desarrollo. Se habla de innovación como si fuese un gran descubrimiento que nos lo va a resolver todo. Pero no se cae en la cuenta de que la innovación tiene varios filos: hay una innovación productiva y una innovación de conocimiento —de una nueva medicina, de un nuevo material…—, pero hay otra innovación meramente comercial que consiste en cambiar la etiquetita del envase y hacer que el teléfono móvil de hoy tenga un botón más de tal forma que el de ayer quede anticuado. Lo que se trata es de halagar nuestro status social: si yo llego a la oficina con el móvil del año pasado, no soy igual a quienes llegan con el móvil de ahora, que mira que botoncito tiene, se aprieta y toca La Marsellesa. Se inventan estos trucos. Se hace en el mercado con todo, con los alimentos, se cambia el envase, se le añade una cosita, se dice "Ahora con Pitifax salen los pelos en la calva". Pero esa innovación no tiene ningún interés técnico, ningún interés productivo: sólo responde al interés de la ganancia. Y el mercado se vale de las técnicas del propio mercado, y de la psicología, y sobre todo de la sensación de identidad que permite recordar que uno pertenece al grupo de los más avanzados, que uno tiene el automóvil que tienen los demás en la oficina…

Todo eso se explota —como has dicho muy bien— para hacernos comprar lo que sea. Y todo eso conduce a un despilfarro tremendo, a una acumulación de basura. Dice mucho de nuestra civilización que la basura de Nápoles haya que mandarla en trenes a Suiza. ¡Ya está bien! Imagínate lo que es un tren cargado de basura recorriendo un país tan hermoso como Italia, pasando por Florencia, pasando por Turín, con su basura. ¡No saben ni siquiera estropear la basura! Es monstruoso. Y resulta que efectivamente nos obligan a todos estos despilfarros. Lo que acaba ocurriendo es que —vuelvo a lo mismo— esto no se corregirá por voluntad de los dirigentes, ni porque razonen ni porque caigan en la cuenta de que esto no se puede hacer. Ocurrirá porque se hará evidente que no se puede seguir así.

Por cierto, voy a hacer un paréntesis: la ayuda al desarrollo en la forma en que la entendemos hoy empieza en enero de 1949 en el discurso que pronuncia el presidente norteamericano Truman en su toma de posesión. En un punto del discurso que se hizo famoso como el punto cuarto —yo estaba ya trabajando como economista y me llamó la atención, como a todo el mundo—, Truman advirtió que se iba a desplegar un nuevo gran programa para ayudar a los países en desarrollo. ¿Qué había detrás? Detrás se hallaba Estados Unidos, que acababa de ganar la guerra, que prácticamente no tenía colonias en el mundo y que estaba pensando ya en perfilar las propias. Con el pretexto de las ayudas y de la intervención se trataba de ir preparando un mundo colonial como el que tenía Europa. Luego vino la descolonización y las cosas cambiaron, pero en origen el proyecto era claramente colonialista.

Bueno, pues bien, y con esto termino: es imposible seguir haciendo lo que hemos venido haciendo hasta ahora a costa de destrucciones irreversibles. Algunos de los últimos estudios que he leído sobre esto afirman que para dar a toda la humanidad el nivel de vida de Gran Bretaña harían falta tres planetas Tierra. Porque el planeta Tierra ya no tiene capacidad para regenerar lo que destruimos cada año. Todavía en los años ochenta o noventa se podía contar con que había una regeneración suficiente. Ahora ya no la hay, porque estamos destrozando la casa en que vivimos. Ésta es la situación, aunque no les interese verla porque siguen ganando a corto plazo. Bueno, pero no es posible continuar.


Y son necesarias dos cosas. La una —me apunto claramente— es el decrecimiento, que implica tener sentido de la medida, que es algo de lo que esta cultura nuestra carece; los griegos sí que lo tenían y contaban con una diosa contra la desmesura, Némesis. La otra es la redistribución, porque pensar que con la ayuda al desarrollo que se da ahora, muy inferior —como acabas de citar— al dinero que se entrega para sostener los bancos en Estados Unidos, se va a llevar a los pueblos pobres al nivel de los ricos es una ilusión, que no sirve más que para calmar conciencias de los ricos y para dar alguna esperanza a algunos pobres ingenuos. Es completamente ilusorio. Si no hay detención del crecimiento y redistribución no se podrá continuar.


Me permitiréis que de nuevo rescate un par de ejemplos de lo que quiero decir. Hace varios siglos los campesinos en la Europa mediterránea solían plantar higueras y olivos de los que sabían no iban a disfrutar sus hijos, sus nietos ni sus biznietos: estaban pensando con claridad en las generaciones venideras, algo que, por desgracia, no está ahora en nuestro horizonte mental. Vaya el segundo ejemplo. Cuenta la leyenda que hace unos años un grupo de misioneros se adentró en la Amazonia brasileña y se topó con un grupo de indios que hacía uso de instrumentos extremadamente primitivos para cortar leña. Los misioneros decidieron hacer un esfuerzo y regalar a aquellos indios unos cuchillos de acero inoxidable de fabricación norteamericana. Un par de años después recalaron de nuevo por aquella región y se entrevistaron con los indios. Uno de los misioneros preguntó:

—"¿Que tal los cuchillos?".

Y uno de los indios respondió inmediatamente:

—"Muy bien. Cortamos ahora la leña diez veces más rápido que antes".

El misionero replicó:

—" Estaréis entonces produciendo diez veces más leña que antes".

EL indio respondió perplejo:

—" No. Cortamos la misma cantidad de leña que antes, sólo que ahora disfrutamos de diez veces más tiempo para hacer aquello que realmente nos gusta".

Me temo que, de nuevo, este esquema mental no forma parte de nuestra percepción de los hechos económicos y sociales más elementales.

José Luis Sampedro. Quiero corroborar todo esto con otros ejemplos. Una vez tuve ocasión de acudir a una reunión a la que asistió Miguel de la Cuadra Salcedo, un hombre —ustedes lo saben— que ha viajado por todas partes. Un personaje muy interesante. Entre otras cosas le pregunté cuáles eran los pueblos más felices de cuantos había visto por el mundo. Me dio dos nombres que a mí no se me hubieran ocurrido jamás: uno, los beduinos del desierto de Arabia; otro, los esquimales de Groenlandia. ¡Pensar que en dos climas tan difíciles como el desierto árabe y el de quienes viven en casas de hielo con pieles, como lo hacen los esquimales, haya podido haber felicidad! Pues la hay.

En otra ocasión leí un estudio de un antropólogo que trabajó con los bosquimanos en el sur de África. Por cierto: creo que el progreso los ha echado de su territorio. Decía que se hallaban entre las gentes más felices del mundo y que, como tú cuentas, con un poco de trabajo y de recolección de frutos vivían tranquilamente y no querían nada más. Hay culturas enteras cuyo objetivo principal no es el beneficio económico. Su objetivo principal no es apoderarse de las riquezas naturales, destruirlas y estropearlas, sino todo lo contrario: armonizarse con ellas. Pensamientos como el budismo o el taoísmo nos llevan a solidarizarnos con el mundo exterior, a vivir en armonía con lo que nos rodea y a aprovecharlo, pero a aprovecharlo con sensatez. No con despilfarro ni con destrucción ciega y loca.

Como dices tú muy bien, lo que se trata es de dedicar menos tiempo, si se tiene una innovación productiva, a conseguir lo que necesitamos y más a aquello que nos gusta hacer. Es un cambio necesario en las mentalidades que, claro, nos lleva a otro problema: la educación. El problema es que la mayoría de los educadores conciben hoy la investigación y el desarrollo en sentido material, en sentido físico, químico, mecánico, biológico…, pero no en el sentido de actitud del ser humano frente a otros seres humanos y frente al mundo.


De aquí pueden derivarse dos horizontes distintos. El primero, a mi entender, es una edad de oro para los movimientos de contestación del sistema, que van a ver cómo muchos de los mensajes, aparentemente radicales, que manejaban desde tiempo atrás —por ejemplo, el relativo al decrecimiento—, van a encontrar adhesiones mucho más amplias. El segundo de los horizontes es, claro, mucho menos halagüeño. Hace unos años se tradujo al castellano un libro de un periodista alemán llamado Carl Amery. El libro se titula Auschwitz. ¿Comienza el siglo XXI?. ¿Qué es lo que nos dice Amery? Lo que señala es que estaríamos muy equivocados si concluyésemos que las políticas que abrazaron, ochenta años atrás, los nazis alemanes remiten a un momento histórico coyuntural y, por ello, literalmente irrepetible. Antes bien, Amery sugiere que debemos examinar con detalle el sentido preciso de esas políticas porque bien pueden reaparecer entre nosotros, no defendidas por marginales grupos neonazis, sino alentadas por algunos de los principales centros de poder político y económico. Estos últimos, claramente conscientes de la escasez que se avecina, se mostrarían firmemente decididos a defender una suerte de darwinismo social militarizado encaminado a preservar para una estricta minoría los limitados recursos que se hallan a nuestra disposición.

Me temo que debemos considerar seriamente este horizonte de barbarie e interpretar que se equivocan los muchos futurólogos que, a la hora de imaginar escenarios delicados, los consideran siempre derivados de amenazas como la que supone Al Qaida. Intuyo que es mucho más amenazante para el futuro el conjunto de políticas que despliega ese ciudadano norteamericano al que acaba de referirse José Luis Sampedro


De todas maneras, a mí me parece que hay un sector de nuestra cultura, que, éste sí, es extremadamente dinámico. Hablo del sector científico. La ciencia está adelantando prodigiosamente cada día, de manera admirable. Lo que pasa es que nuestro pensamiento, nuestra cultura, nuestra civilización, no está a la altura de los instrumentos técnicos y científicos de que dispone. No sabemos administrarlos: por eso protagonizamos el disparate del despilfarro, de la destrucción, y somos incapaces de hacer lo que hacían aquéllos cortadores de leña de la anécdota que ha retratado Carlos. Tenemos unos medios extraordinarios pero sólo los utilizamos para destrozar cada vez más, y no para tocar el violín un rato todas las tardes. Esto último implicaría unas actitudes y una formación cultural completamente distintas de aquellas con las que contamos y completamente distintas de las que proporciona la educación que nos imprimen.

Porque se nos educa para ser consumidores y productores, productores y consumidores, y más bien borregos que ciudadanos. La educación para la ciudadanía no interesa: lo que interesan son la fidelidad y la borreguez. Para que seamos sólo productores y consumidores. Y entonces, y claro, mientras la ciencia avanza a esa velocidad, no lo hace el nivel cultural, ya no en el sentido del conocimiento de muchas cosas, sino en el del conocimiento de las cosas importantes, el sentido de la vida, de los valores vitales frente a los valores económicos y productivos. Mientras todo eso no esté a la altura de la evolución de la ciencia, ésta seguirá poniendo armas en manos de los destructores. Por eso me felicito de la barbarie contra los destructores.

Pero a mí me parece —y voy a hacer una fantasía— que estamos quizá ante un momento que va a significar una nueva metamorfosis del ser humano, como la de los insectos. La primera gran metamorfosis del ser humano fue cuando adquirió la palabra. Entonces, cuando el simio, el prehombre, adquirió la palabra, se transformó profundamente, se convirtió en ser humano y accedió a la cultura. Me pregunto a veces si, combinados, ciertos progresos científicos —en la neurobiología, en la nanotecnología, en la informática— no podrán operar una transformación profunda del hombre. Con la cultura y la palabra el hombre creó un mundo que no es natural, que es creación humana, aunque utilice elementos naturales. Transformó el mundo natural en un mundo, además, cultural. Me pregunto si, por ejemplo, instalando chips, algo que ya se hace, en los miembros humanos o mandando ondas cerebrales a los chips instalados podemos acabar en una cultura en la cual lo que se ha transformado no es el mundo, sino el hombre mismo, cambiado profundamente de resultas de la aplicación de la técnica. Pero esto es ya fantasía y no sé si es el momento de engañarme.


EL HOMBRE REBELDE

"¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no. Pero negar no es renunciar: es también un hombre que dice sí desde su primer movimiento...

¿Cuál es el contenido de ese "no"?. Significa, por ejemplo, "las cosas han durado ya demasiado", "hasta ahora sí; en adelante no", "vais demasiado lejos", y también "hay un límite que no rebasaréis". En suma, ese "no" afirma la existencia de una frontera...

La rebelión vá acompañada de la idea de tener uno mismo, de alguna manera y en alguna parte, razón...

Hay en toda rebelión una adhesión completa e instantánea del hombre a una cierta parte de sí mismo... Hasta entonces se callaba (ese hombre rebelde), al menos, abandonado a esa desesperación en que se acepta una condición, aunque se la juzgue injusta. Callarse es dejar creer que no se juzga ni se desea nada y, en ciertos casos, es no desear nada en efecto... Pero desde el momento en que habla, aunque diga no, desea y juzga...

No todo valor implica la rebelión, pero todo movimiento de rebelión invoca tácitamente un valor. ¿Se trata al menos de un valor?...

Con la pérdida de la paciencia, con la impaciencia, comienza, por el contrario, un movimiento que puede extenderse a todo lo que era aceptado anteriormente. Ese impulso es casi siempre retroactivo...

El movimiento de rebelión lo lleva más allá de donde estaba en la simple negación...

La conciencia nace con la rebelión...

Se advertirá ante todo que el movimiento de rebelión no es, en su esencia, un movimiento egoísta. Puede haber, sin duda, determinaciones egoístas. Pero la rebelión se hace tanto contra la mentira como contra la opresión...

El movimiento de rebelión es más que un acto de reivindicación, en el sentido fuerte de la palabra...

¿Quiere decir esto que ninguna rebelión está cargada de resentimiento? No, y lo sabemos harto bien en el siglo de los rencores. Pero debemos tomar esta noción en su sentido más amplio so pena de traicionarla y, a este respecto, la rebelión rebasa el resentimiento por todos lados...

Aparentemente negativa, puesto que nada crea, LA REBELION ES PROFUNDAMENTE POSITIVA, pues revela lo que hay que defender siempre en el hombre...

EN SOCIEDAD, EL ESPÍRITU DE REBELIÓN NO ES POSIBLE SINO EN LOS GRUPOS EN QUE UNA IGUALDAD TEÓRICA ENCUBRE GRANDES DESIGUALDADES DE HECHO...

El hombre rebelde es el hombre situado antes o después de lo sagrado, y dedicado a reivindicar un orden humano en el que todas las respuestas sean humanas, es decir, razonablemente formuladas...

Es cierto que el hombre no se resume en la insurrección. Pero la historia actual, con sus negaciones nos obliga a decir que la rebelión es una de las dimensiones esenciales del hombre. Es nuestra realidad histórica. A menos que huyamos de la realidad, estamos obligados a encontrar en ella nuestros valores...

Se anuncia así el verdadero drama del pensamiento sublevado: Para ser, el hombre debe sublevarse, pero su rebelión debe respetar el límite que ella descubre en sí misma, allí donde los hombres, al unirse, comienzan a ser. El pensamiento rebelde no puede, por lo tanto, prescindir de la memoria: es una tensión perpetua. Al seguirlo en sus obras y sus actos tendremos que decir en cada caso si permanece fiel a su nobleza primera o si, por cansancio y locura, la olvida, al contrario, en una embriaguez de tiranía o de servidumbre...

A partir del movimiento de rebelión, tiene conciencia de ser colectivo, es la aventura de todos... El mal que experimentaba un solo hombre se convierte en una peste colectiva... Pero esta evidencia saca al individuo de su soledad. Es un lugar común que funda en todos los hombres el primer valor. YO ME REBELO, LUEGO SOMOS."

Albert Camus (1951)

domingo, 21 de agosto de 2011