lunes, 3 de octubre de 2011

El previsible naufragio

Luis del Pino

En una de sus clases magistrales, cuyo vídeo puede consultarse en Internet, el profesor Jesús Huerta de Soto cuenta cómo el Imperio Romano terminó derrumbándose por la sencilla razón de que creó tales condiciones de vida, que los ciudadanos romanos terminaron prefiriendo ser invadidos por los bárbaros, antes que continuar soportando el Imperio.

El pasado lunes asistí a la presentación, en la Casa de Francia, del nuevo libro de Pedro J. Ramírez, "El primer naufragio". Aunque quizá sería más correcto decir "el primer libro del verdadero Pedro J. Ramírez", porque, en realidad, mientras que sus obras anteriores están dedicadas a la actualidad política, éste el primer libro que el director de El Mundo dedica a su auténtica gran pasión: la historia de la Revolución Francesa.

Pedro J. tiene, según cuentan, la mejor colección de libros y documentos sobre ese período histórico que existe fuera de Francia y ha dedicado diez años de su vida a componer un relato minucioso y ameno de aquellos cuatro meses en que se gestó el golpe de estado jacobino de junio de 1793, que terminaría dando paso a la etapa del Terror.

Otro día hablaré sobre el libro en sí, que va a ser sin ninguna duda un gran éxito editorial, a pesar de su carácter de estudio histórico. Pero hoy quiero centrarme en su presentación, que fue un acontecimiento en sí misma.

De la capacidad de convocatoria de Pedro J. da buena cuenta el hecho de que estaba allí el todo Madrid, desde la política a las finanzas, pasando por representantes del mundo empresarial, de los medios y de la cultura. Tan solo faltaba ese sector del Partido Socialista articulado en torno a Rubalcaba, a Felipe González y al Grupo Prisa.

José Bono, con ese gracejo propio de los pícaros quevedescos que le caracteriza, lo resumió perfectamente: "Está aquí todo el mundo: el presidente de gobierno, el que aspira a serlo y El Corte Inglés".

Presentaban el libro el embajador de Francia, el presidente de la Academia de la Historia, Esperanza Aguirre y José Bono y el acto fue enormemente interesante, tanto por el libro en sí, como por la variedad de personajes que allí se dio cita y por los discursos con los que se presentó la obra. Y, sin embargo, salí de allí con un profundo sentimiento de desconsuelo, porque los discursos principales - el de Aguirre y el de Bono - consiguieron transmitirme una sensación angustiosa de fin de ciclo.

Tanto la presidenta de la Comunidad de Madrid como el presidente del Congreso centraron su análisis en trazar un paralelismo entre aquellas masas francesas en que los jacobinos se apoyaron para su golpe de estado y los indignados españoles de la actualidad, para advertir así sobre los peligros de las revueltas callejeras.

Ver a políticos tan dispares como Bono y Aguirre coincidir de forma casi milimétrica en sus advertencias, no hizo sino dejar patente cuál es la máxima preocupación que embarga en estos momentos a nuestras fuerzas vivas: no es la crisis económica, no es la posible quiebra del país, sino las posibles consecuencias de esa crisis y esa quiebra, lo que les quita el sueño. Básicamente, lo que aterroriza a quienes en estos momentos dirigen los destinos de España - en el terreno político, económico o cultural - es la posibilidad de un estallido social.

Y en ese terror a la respuesta que los ciudadanos puedan dar en la calle si la situación económica se sigue agravando, desaparecen las diferencias entre derecha e izquierda, moviendo al consenso a personajes tan teóricamente antagónicos en asuntos políticos como son Aguirre y Bono.

Supongo que quienes presentaban el libro no fueron conscientes de ello, pero esa unanimidad en la advertencia consiguió transmitir una sensación de alarma que seguramente no entraba dentro de sus planes: una sensación de alarma que se deriva de la constatación de que las cosas están mucho peor de lo que pensábamos. Y de que la posibilidad de un estallido social es ya un escenario que quienes nos dirigen barajan como posible.

Pero, además de por esa constatación de lo mal que estamos, hay un segundo motivo por el cual el acto me causó una profunda desazón. Y fue el darme cuenta de que, en realidad, lo que tenga que suceder es completamente inevitable. Porque esas advertencias a coro que lanzaron Aguirre y Bono constituyen un intento de poner puertas al campo que terminará como todos los intentos de poner puertas al campo que en la Historia han sido: en la más absoluta inutilidad.

Porque nada de lo que dijeron en sus discursos, con ser importante, puede tener el más mínimo efecto a la hora de evitar un estallido social o de encauzarlo. Si Robespierre, Marat y Danton - los líderes del partido jacobino - no hubieran existido, habrían sido otros diputados los que habrían terminado por manejar la rabia de las masas francesas y transformarla en un ejercicio de erección de guillotinas. Por la sencilla razón de que la guillotina estaba ya implícita en los abusos de la Monarquía francesa y en la miseria de los ciudadanos de París.

La única posibilidad, en la Francia de aquella época, de haber evitado la guillotina, con golpe jacobino o sin él, hubiera sido la reforma de ese régimen monárquico profundamente injusto antes de que se llegara a traspasar ese punto de no retorno en el que se produce una quiebra irreversible de la legitimidad. Porque una vez que la legitimidad ha quebrado, resulta ya imposible evitar que se produzca un vacío de poder que, inevitablemente, termina siendo llenado por los que menos escrúpulos tienen.

Y ver a aquellos dos presentadores del libro de Pedro J. advertir insistentemente sobre los peligros de las revueltas callejeras, en lugar de reclamar las reformas necesarias para que esas revueltas no sean posibles, me convenció de que no hay, realmente, nada que hacer: los acontecimientos seguirán su curso de forma cada vez menos controlada. Y en lugar de una reforma que evite los sufrimientos, acabaremos por tener un estallido, que los exacerbará.

La tarea que las fuerzas vivas de este país tendrían por delante, si no estuvieran cegadas, es la de dar a los ciudadanos motivos para defender el actual estado de cosas. Pero siguen encerradas en sus torres de marfil y no se dan cuenta de que hemos llegado a una situación en la que los derechos de los ciudadanos se violan de forma cotidiana; en la que todos percibimos que la Justicia no existe; en la que golfos de todo pelaje y condición se embolsan nuestro dinero de manera impune; en la que los que quieren destruir el ordenamiento constitucional - e incluso los mismos terroristas - reciben mejor trato que los españoles del común.

En consecuencia, ¿qué grado de motivación pueden tener los ciudadanos para salir a defender un sistema que les niega sus derechos más elementales, que les desvalija los bolsillos y que trata mejor a quienes se saltan las leyes que a quienes las respetan?

Intenten, señores de las fuerzas vivas de este país, darle a los ciudadanos motivos para defender lo que tenemos. Esa es la urgente tarea a la que todos - y ustedes, los primeros - deberíamos dedicarnos en estos momentos.

Y si no se ponen ustedes manos a la obra de forma inmediata para reformar el sistema, al menos no se extrañen luego si los españoles deciden preferir que les invadan los bárbaros.

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